(Narraciones)
Amantes asesinados por una perdiz.
(Hommage a Guy de Maupassant)
Los dos lo han querido, —me dijo su madre.
—¿Los dos...? No es posible, señora, —dije yo—. Usted tiene demasiado temperamento
y a su edad ya se sabe por qué caen los alfileres del rocío.
—Calle usted, Luciano, calle usted... No, no, Luciano, no.
—Para resistir este nombre, necesito contener el dolor de mis recuerdos. ¿Y usted
cree que aquella pequeña dentadura y esa mano de niño que se han dejado olvidada
dentro de la ola, me pueden consolar de esta tristeza? Los dos lo han querido,
—me dijo su prima—. Los dos. Me puse a mirar el mar y lo he comprendido todo.
—¿Será posible que del pico de esa paloma cruelísima que tiene corazón de
elefante salga la palidez lunar de aquel trasatlántico que se aleja?
—Es que tuve que hacer varias veces uso de mi cuchara para defenderme de los
lobos. Yo no tengo culpa ninguna. Usted lo sabe. ¡Dios mío! Estoy llorando.
—Los dos lo han querido—dije yo—. Los dos.
Una manzana será siempre un amante, pero un amante no podrá ser jamás una
manzana.
Por eso se han muerto, por eso. Con veinte ríos y un solo invierno desgarrado.
—Fue muy sencillo. Se amaban por encima de todos los museos. Mano derecha, con
mano izquierda. Mano izquierda, con mano derecha. Pie derecho con pie derecho.
Pie izquierdo con nube. Cabello con planta de pie. Planta de pie con mejilla
izquierda. ¡Oh mejilla izquierda! ¡Oh, noroeste de barquitos y hormigas de
mercurio! Dame el pañuelo, Genoveva; voy a llorar. Voy a llorar hasta que de mis
ojos salga una muchedumbre de siemprevivas. Se acostaban. No había otro
espectáculo más tierno. ¿Me ha oído usted? ¡Se acostaban! Muslo izquierdo con
antebrazo izquierdo. Ojos cerrados con uñas abiertas. Cintura con nuca y con
playa. Y las cuatro orejitas eran cuatro ángeles en la choza de la nieve. Se
querían. Se amaban. A pesar de la ley de la gravedad. La diferencia que existe
entre una espina de rosa y una Start es sencillísima. Cuando descubrieron esto,
se fueron al campo. Se amaban. ¡Dios mío! Se amaban ante los ojos de los
químicos. Espalda con tierra, tierra con anís. Luna con hombro dormido y las
cinturas se entrecruzaban una y otra con un rumor de vidrios. Yo ví temblar sus
mejillas cuando los profesores de la Universidad le traían miel y vinagre en una
esponja diminuta. Muchas veces tenían que apartar a los perros que gemían por
las yedras blanquísimas del lecho. Pero ellos se amaban.
Eran un hombre y una mujer, o sea, un hombre y un pedacito de tierra, un
elefante y un niño, un niño y un junco. Eran dos mancebos desmayados y una
pierna de níquel. ¡Eran los barqueros! Sí. Eran los barqueros del Guadiana que
cercaban con sus remos todas las rosas del mundo.
El viejo marino escupió el tabaco de su boca y dio grandes voces para espantar a
las gaviotas. Pero ya era demasiado tarde.
Ocurrió. Tenía que ocurrir. Cuando las mujeres enlutadas llegaron a casa del
Gobernador, éste comía tranquilamente almendras verdes y pescado frescos con
exquisito plato de oro. Era preferible no haber hablado con él.
En las islas Azores. Casi no puedo llorar. Yo puse dos telegramas; pero
desgraciadamente, ya era tarde. Sólo sé deciros que los niños que pasaban por la
orilla del bosque vieron una perdiz que echaba un hilito de sangre por el pico.
Ésta es la causa, querido capitán, de mi extraña melancolía.
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