(Narraciones)
Historia de este gallo.
EL año 1830 llegó a Granada, procedente de Inglaterra, donde había permanecido
una larga temporada perfeccionando sus estudios, el granadino don Alhambro.
En Londres había sorprendido de lejos la belleza de su ciudad natal y llegaba
deseoso de observarla hasta en sus más íntimos detalles.
Se instaló en un
pequeño cuarto lleno de relojes de bolsillo y daba largos paseos, de los cuales
volvía con el traje florecido de ese verde musgo melancólico que la Alhambra
pone en los aires y en los tejados. Su granadinismo era tan agudo, que masticaba
constantemente hojas de arrayán y veía de noche el gran fulgor histórico que
Granada envía a todas las demás ciudades de la tierra. Se hizo, además, un
excelente catador de agua. El mejor y más documentado catador de agua en este
Jerez de las mil aguas.
Hablaba del agua que sabe a violetas, del agua que sabe a reina mora, de la que
tiene gusto de mármol y del agua barroca de las colinas, que deja un recuerdo a
clavos de metal y aguardiente.
Amaba con ternura deshecha de coleccionista todos los permanentes filtros
mágicos de Granada, pero odiaba lo típico, lo pintoresco y todo lo que
trascendía a marcha castiza o costumbrismo.
Poco a poco la gente se familiarizó con su figura... Los enemigos decían que
estaba loco y que era aficionado a los gatos y a los mapas. Sus amigos, para
defenderlo en esta rara sede de los avaros, afirmaban que don Alhambro tenía
guardadas cuarenta onzas de oro dentro de un calcetín de seda.
Era hombre de corazón panorámico y prudencia económica.
Por su levita azul bogaba una etiqueta de cartulina que llevaba su nombre
escrito en inglés.
Granada era en aquella época una gran ciudad legendaria. Ese poema realizado que
odia secretamente todo poeta verdadero. Frescas guirnaldas de rosas y moreras
ceñían sus muros. La catedral volvía su grupa redonda y avanzaba como un
centauro entre los tejados llenos de sueños y verdes vidrios. A la medianoche,
sobre las barandillas y los aleros, candiles y gatos en vilo protestaban de la
perfección de los estanques.
En la Tienda de los Limones todos los dependientes se pintaban exquisitamente el
rostro de amarillo para atender a la clientela. Pasaban cosas realmente
extraordinarias: dos niños de mármol fueron rotos a martillazos por el alcalde
mayor, porque pedían limosna con las manecitas llenas de rocío.
Era entonces Granada, como era siempre, la ciudad menos pictórica del mundo.
Don Alhambro la veía dormir desde la Silla del Moro y se daba cuenta de que la
ciudad necesitaba salir del letargo en que estaba sumergida. Se daba cuenta de
que un grito nuevo debía sonar sobre los corazones y las calles.
Una noche de junio, preocupado con esa idea, se durmió en el fondo rizado de un
interminable film de brisa que la ventana proyectaba sobre su cabeza. Su sueño
estaba lleno de yemas de coco y botellas de un raro whisky marca Machaquito, de
arcos de herradura y de grandes páginas escritas en inglés, en las cuales
brillaba con fulgor de oro la palabra Spain.
¿Qué hacer, Dios mío, para sacudir a Granada del sopor mágico en que vive?
Granada debe tener movimiento, debe ser como una campanilla en manos del
charlatán; es necesario que vibre y se reconstruya, pero ¿cómo?, ¿de qué manera?
En este momento los cuarenta Carlos Terceros de las onzas, en cuarenta planos
diferentes, rodearon a don Alhambro con el ritmo y la locura de los espejos
rotos. "Bee, bee, funda un periódico, balaban aristocráticamente los borregos
magníficos del perfil de Carlos. Funda un periódico, bee, bee".
Nuestro amigo se despertó súbitamente lleno de frío y de alegría. Le quedaba
entre los dientes el retintín de oro y lanas episcopales del sueño, que se iba
alejando por sus ojos, lleno de serpentina y caballeros de Francia; del sueño
que huía con su morral de anémonas por los cristales de las claraboyas.
Un gallo cantó y otro cantó y otro y otro.
Los cantos enardecidos y rizados hasta la punta ponían banderillas de lujo en el
manso corazón de don Alhambro.
Y se decidió a fundar una revista. Primero tuvo la momentánea aparición de San
Gabriel, arcángel de la propaganda, rodeado de gallos encantadores. Un segundo
más tarde surgió ante sus ojos un gallo único que repetía de muchas maneras el
nombre de Granada.
"Ya está. El lema será un gallo."
Con este pensamiento, se puso a buscar un gallo vivo para que sirviera de modelo
al artista que había de interpretarlo; porque don Alhambro fue siempre de un
perfecto naturalismo.
Y ¡qué gran casualidad!
En aquellos días una cruenta epidemia diezmaba los gallos de la ciudad de
Granada. Morían a centenares. Se les ponía la cresta color aceituna y el plumaje
se les transformaba en una masa casi invisible que les daba un tinté de aves del
desierto, de criaturas de ceniza. Daba pena las madrugadas asomarse a las
torres. Se veían apagarse lentamente los "quiquiriquís", con la misma liturgia
que las velas en el tenebrario durante las tinieblas del Jueves de Pasión. Desde
la torre de la Vela se podía ver perfectamente el mapa de agudos y rumores de
alas de las agonías de los gallos. Nunca se ha conocido epidemia tan
inquietante. Don Alhambro recorría las casas lleno de angustia. Sólo encontraba
plumas descoloridas y puertas abiertas. En algunos sitios le decían tristemente:
"Ya nos lo hemos comido", y veía flotar en los ojos del que hablaba una cresta
diminuta perteneciente ya, por su delicadeza, a la escala de las orquídeas.
Pero a pesar de todo, aunque hubiese habido gallos a millares, la busca y
esfuerzo de don Alhambro hubieran sido estériles. Recién llegado a la ciudad el
millonario Monsieur Meermans, compraba a excelente precio todos los gallos
existentes, porque tenía el sibaritisno de comer grandes platos de crestas
crudas con un tenedor cuajado de esmeraldas y sentado en una silla de oro
macizo.
Ya no le quedaba a nuestro héroe otro recurso que robar un gallo del jardín de
este insigne coleccionista.
Y así lo hizo.
Una noche, cuando el reloj daba con generosidad todas las campanadas que tiene,
saltó la verja del parque y se internó por las avenidas.
Los jardines de los Mártires estaban llenos de gallos. Era un paraíso terrenal
de Brueghel, donde resaltaba la única gloria de estas aves cantarinas.
Por los cedros, cipreses y rosales asomaban alas de bronce, alas negras, alas
empavonadas, vivos puños de bastón o cabezas de pipa. Don Alhambro cogió
arrebatadamente un gallo sultán que dormía en una rama y partió lleno de alegría
con su tesoro.
Al abandonar el jardín, el animal lanzó su quiquiriquí de medianoche. Húmedo
quiriquiquí de hongos y violetas, ahogado en la manga del erudito ladrón.
En aquella época venturosa Granada estaba dividida por dos grandes escuelas de
bordado. De una parte, las monjas del Beaterio de Santo Domingo. De otra, la
eminente Paquita Raya. Las monjas de Santo Domingo conservaban en una caja de
terciopelo las dos agujas matrices de su escuela barroca, las dos agujas con que
hicieron maravillas virginales las artistas sor Sacramento del Oro y sor
Visitación de la Plata. Era aquella caja como el fuego vestal que inflamaba el
corazón almidonado de las novicias. Elixir permanente de hilo y consulta.
Paquita Raya, en cambio, tenía un arte más popular, más vibrante, un arte
republicano, lleno de sandías abiertas y de manzanas endurecidas sobre el
tejido. Arte de exactas realidades y emoción española. Todas las personas
morenas eran partidarias de Paquita. Todas las rubias, castañas y un pequeño
núcleo de albinas, partidarias de las monjas. Aunque hay que confesar que las
dos escuelas eran maravillosas, porque si las religiosas del Beaterio triunfaban
empleando una tonelada de oro en el manto para la Soledad de Osuna, Paquita
triunfaba en Bruselas con un bordado representando el Patio de los Leones, en el
cual había más de cinco millones y medio de puntadas.
No dudó mucho don Alhambro qué tendencia debía adoptar para realizar su
proyecto. Con el sordo hervor de la prisa, se dirigió a la casa de la bordadora
y puso su mano escuálida sobre la mano cortada del postigo.
¿Quién es?
Hacía un frío limpio de nubes. La cuesta de Gomeles bajaba llena de heladas
agujas de fonógrafo. Era la una de la madrugada. El duelo de los surtidores
golpeaba en las praderas del silencio. Chorros cristalinos caían de los tejados
y mojaban los cristales de los balcones. Al dolor fisiológico del agua
quebrantada por el hilo se unía su tenaz insomnio. Insomnio lleno de pequeños
tambores incesantes que ponen loca la noche de la ciudad.
—¿Quién es?
Abrieron la puerta y don Alhambro subió al primer piso. Toda la casa crujía y
lloraba el desconocido martirio de la tela acribillada por las agujas.
Paquita Raya salió a recibirlo. Vestía un traje de seda verde con manga de
jamón, apretada cintura, enaguas blancas rizadas con tenacillas y un corsé de
ballenas de plata que ganó en un concurso de la ciudad de Reus. A sus pies había
un montón de madejas y punzones de hueso, en doble símbolo de técnica y gloria.
Ni don Alhambro ni Paquita cambiaron una sola palabra, pero Paquita comprendió
perfectamente el asunto y, llena de sugestivo delirio, empezó a bordar con sus
agujas favoritas un admirable gallo con realce. Don Alhambro se sentó
melancólicamente. El gallo vivo, que tenía fuertemente sujeto por las patas,
daba grandes aletazos en el silencio, porque sentía cómo Paquita le iba quitando
el espíritu, cruelmente, a punta de aguja.
Pasó un mes, y un año, y diez años. Pasaba el témpano de la Navidad y el arco de
cartón del Corpus Christi. No pudo el melancólico don Alhambro fundar su
periódico. Fue una lástima. Pero en Granada el día no tiene más que una hora
inmensa, y esa hora se emplea en beber agua, girar sobre el eje del bastón y
mirar el paisaje. No tuvo materialmente tiempo.
La reacción y suma de esfuerzos no se realiza en esta tierra extraordinaria. Dos
y dos no son nunca cuatro en Granada. Son dos y dos siempre, sin que logren
fundirse jamás.
Los últimos días de su vida ya no salía a la calle. Se pasaba las horas muertas
ante un plano de la ciudad, soñando verla surgir con acento propio en el
mapamundi. Su gallo estaba enfrente de la mesa del despacho, un poco desesperado
y con vocación decidida de gallo de veleta.
Y así, en una constante aspiración de disentir de sus paisanos, pero sin
expresarlo en letras de molde, llegó al filo del aljibe donde había de probar su
última agua sin explicación ni onda.
¡Pero qué largo fue su martirio! Un martirio de largo metraje. Granada se rompía
en mil pedazos ante sus ojos un poco anisados por la edad.
Ya en tiempos del alcalde don Adolfo Contreras y Ponce de León había visto
quemar en la plaza Nueva a la última ninfa capturada en los bosques de la Colina
Roja. Cantaba como una codorniz y tenía los cabellos de cuerdas de guitarra.
Durante varios días estuvo el suelo cubierto de violetas, donde se hundían los
pies como en los confetis después de haberse acabado el Carnaval.
La misma mañana que se aprobó el proyecto de abrir la Gran Vía, que tanto ha
contribuido a deformar el carácter de los actuales granadinos, murió don
Alhambro.
Cuatro cirios. Four candles.
Nadie en su entierro. Sí. Las golondrinas. The Swallows. Una pena.
Después del entierro, el gallo se fue por la ventana y se lanzó al peligro de la
calle y a la mala vida. Llegó a pedir limosnita a los ingleses en la Puerta del
Vino y se hizo amigo de dos enanos que tocaban la flauta y vendían toros de
dulce. Un verdadero golfo. Luego desapareció.
Cuando mis amigos decidieron fundar esta revista no sabían darle nombre. Yo
conocía la historia del gallo de don Alhambro, pero no me atrevía a resucitarla,
y he aquí que hace varios días subieron a mi casa todos los redactores
contentísimos. Traían un gallo admirable. Era de plumas azul Rolls Royce y gris
colonial, con todo el cuello de un delicioso azul Falla que se le acentuaba en
el espolón.
—¿De dónde es este gallo?
—¡Soy el gallo de don Alhambro!
—Pues ¡que se vaya!— gritaron todos.
Me he renovado para venir en busca vuestra y poder subir al título que tanto
ansío y para el que fui creado.
—A mí, el título que me gusta es El Suspiro del Moro— dije yo.
—Y a mí, Romeo y Julieta— dijo otro.
—Y a mí, Vaso de Agua— repitió una vocecita.
—¡Señores, por Dios! —gritó el gallo—. Yo no pido que tengáis la ideología de don Alhambro;
también yo he cambiado de parecer, pero no me rechacéis por mi
historia. Eso no lo puedo resistir. Aquí no se puede hacer nada sin contar con
la historia. Soy bello. Anuncio la madrugada y como lema seré siempre
insustituible.
Hubo una discusión violentísima, en la que el gallo suplicaba de manera tierna.
—Basta, amigos míos —dije enérgicamente—. Bajo mi responsabilidad. ¡Sube al
título!
Abrimos el balcón y el gallo ascendió al título con todas sus plumas encendidas.
Ya en la caña del título, nos saludó a todos de manera inefable. Manera de agua
y jacinto. Poema de quien rompe una guitarra sobre el mar del amanecer. Dalia en
el olivo y bosque en mano. Juego y mentira.
Hemos celebrado la ascensión del gallo al título de esta revista haciéndole
bordar cuatro gallinas de seda rutilantes, para que su pico guste ardiente fruta
de zigzag en la evocadora madrugada oscura de la imprenta. Mientras mis amigos
aplaudían, yo escuchaba emocionado la sonrisa de don Alhambro, que me llegaba
envuelta en el denso algodón en tronco de la sepultura.
Canta, gallo, regallo y contragallo.
Canta seguro bajo tu sombrerito de llamas, porque una de tus gallinas puede ser
muy bien la gallina de los huevos de oro.
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