(Impresiones)
Semana Santa en Granada
El viajero sin problemas, lleno de
sonrisas y gritos de locomotoras, va a las fallas de Valencia. El báquico, a la
Semana Santa de Sevilla. El quemado por un ansia de desnudos, a Málaga. El
melancólico y el contemplativo, a Granada, a estar solo en el aire de albahaca,
musgo en sombra y trino de ruiseñor que manan las viejas colinas junto a la
hoguera de azafranes, grises profundos y rosa de papel secante que son los muros
de la Alhambra. A estar solo. En la contemplación de un ambiente lleno de voces
difíciles, en un aire que a fuerza de belleza es casi pensamiento, en un punto
neurálgico de España donde la poesía de meseta de San Juan de la Cruz se llena
de cedros, de cinamomos, de fuentes, y se hace posible en la mística española
ese aire oriental, ese ciervo vulnerado que asoma, herido de amor, por el otero.
A estar solo, con la soledad que se desea tener en Florencia; a comprender cómo
el juego de agua no es allí juego como en Versalles, sino pasión de agua, agonía
de agua.
O para estar amorosamente acompañado y ver cómo la primavera vibra por dentro de
los árboles, por la piel de las delicadas columnas de mármoles, y cómo suben por
las cañadas arrojando a la nieve, que huye asustada, las bolas amarillas de los
limones.
El que quiera sentir junto al aliento exterior del toro ese dulce tictac de la
sangre en los labios, vaya al tumulto barroco de la universal Sevilla; el que
quiera estar en una tertulia de fantasmas y hallar quizá un vieja sortija
maravillosa por los paseíllos de su corazón, vaya a la interior, a la oculta
Granada. Desde luego, se encontrará el viajero con la agradable sorpresa de que
en Granada no hay Semana Santa. La Semana Santa no va con el carácter cristiano
y antiespectacular del granadino. Cuando yo era niño, salía algunas veces el
Santo Entierro; algunas veces, porque los ricos granadinos no siempre querían
dar su dinero para este desfile.
Estos últimos años, con un afán exclusivamente comercial. hicieron procesiones
que no iban con la seriedad, la poesía de la vieja Semana de mi niñez. Entonces
era una Semana Santa de encaje, de canarios volando entre los cirios de los
monumentos, de aire tibio y melancólico como si todo el día hubiera estado
durmiendo sobre las gargantas opulentas de las solteronas granadinas, que pasean
el Jueves Santo con el ansia del militar, del juez, del catedrático forastero
que las lleve a otros sitios. Entonces toda la ciudad era como un lento tiovivo
que entraba y salía de las iglesias sorprendentes de belleza, con una fantasía
gemela de las grutas de la muerte y las apoteosis del teatro. Había altares
sembrados de trigo, altares con cascadas, otros con pobreza y ternura de tiro al
blanco: uno, todo de cañas, como un celestial gallinero de fuegos artificiales,
y otro, inmenso, con la cruel púrpura, el armiño y la suntuosidad de la poesía
de Calderón.
En una casa de la calle de la Colcha, que es la calle donde venden los ataúdes y
las coronas de la gente pobre, se reunían los "soldaos" romanos para ensayar.
Los "soldaos" no eran cofradía, como los jacarandosos "armaos" de la maravillosa
Macarena. Eran gente alquilada: mozos de cuerda, betuneros, enfermos recién
salidos del hospital que van a ganarse un duro. Llevaban unas barbas rojas de
Schopenhauer, de gatos inflamados, de catedráticos feroces. El capitán era el
técnico de marcialidad y les enseñaba a marcar el ritmo, que era así: "porón...,
¡chas!", y daban un golpe en el suelo con las lanzas, de un efecto cómico
delicioso. Como muestra del ingenio popular granadino, les diré que un año no
daban los "soldaos" romanos pie con bola en el ensayo, y estuvieron más de
quince días golpeando furiosamente con las lanzas sin ponerse de acuerdo.
Entonces el capitán, desesperado, gritó: "Basta, basta; no golpeen más, que, si
siguen así, vamos a tener que llevar las lanzas en palmatorias», dicho
granadinísimo que han comentado ya varias generaciones.
Yo pediría a mis paisanos que restauraran aquella Semana Santa vieja, y
escondieran por buen gusto ese horripilante paso de la Santa Cena y no
profanaran la Alhambra, que no es ni será jamás cristiana, con tatachín de
procesiones, donde lo que creen buen gusto es cursilería, y que sólo sirven para
que la muchedumbre quiebre laureles, pise violetas y se orinen a cientos sobre
los ilustres muros de la poesía.
Granada debe conservar para ella y para el viajero su Semana Santa interior; tan
interior y tan silenciosa, que yo recuerdo que el aire de la vega entraba,
asombrado, por la calle de la Gracia y llegaba sin encontrar ruido ni canto
hasta la fuente de la plaza Nueva.
Porque así será perfecta su primavera de nieve y podrá el viajero inteligente,
con la comunicación que da la fiesta, entablar conversación con sus tipos
clásicos. Con el hombre océano de Ganivet, cuyos ojos están en los secretos
lirios del Darro; con el espectador de crepúsculos que sube con ansias a la
azotea; con el enamorado de la sierra como forma sin que jamás se acerque a
ella; con la hermosísima morena ansiosa de amor que se sienta con su madre en
los jardinillos; con todo un pueblo admirable de contemplativos, que, rodeados
de una belleza natural única, no esperan nada y sólo saben sonreír.
El viajero poco avisado encontrará con la variación increíble de formas, de
paisaje, de luz y de olor la sensación de que Granada es capital de un reino con
arte y literatura propios, y hallará una curiosa mezcla de la Granada judía y la
Granada morisca, aparentemente fundidas por el cristianismo, pero vivas e
insobornables en su misma ignorancia.
La prodigiosa mole de la catedral, el gran sello imperial y romano de Carlos V,
no evita la tiendecilla del judío que reza ante una imagen hecha con la plata
del candelabro de los siete brazos, como los sepulcros de los Reyes Católicos no
han evitado que la media luna salga a veces en el pecho de los más finos hijos
de Granada. La lucha sigue oscura y sin expresión... ; sin expresión, no, que en
la colina roja de la ciudad hay dos palacios, muertos los dos: la Alhambra y el
palacio de Carlos V, que sostienen el duelo a muerte que late en la conciencia
del granadino actual.
Todo eso debe mirar el viajero que visite Granada, que se viste en este momento
el largo traje de la primavera. Para las grandes caravanas de turistas
alborotadores y amigos de cabarets y grandes hoteles, esos grupos frívolos que
las gentes del Albaicín llaman "los tíos turistas", para ésos no está abierta el
alma de la ciudad.
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