Señoras y señores:
Desde el año 1918, que ingresé en la Residencia de Estudiantes de Madrid, hasta
1928, en que la abandoné, terminados mis estudios de Filosofía y Letras, he oído
en aquel refinado salón, donde acudía para corregir su frivolidad de playa
francesa la vieja aristocracia española, cerca de mil conferencias.
Con ganas de aire y de sol, me he aburrido tanto, que al salir me he sentido
cubierto por una leve ceniza casi a punto de convertirse en pimienta de
irritación.
No. Yo no quisiera que entrase en la sala ese terrible moscardón del
aburrimiento que ensarta todas las cabezas por un hilo tenue de sueño y pone en
los ojos de los oyentes unos grupos diminutos de puntas de alfiler.
De modo sencillo, con el registro que en mi voz poética no tiene luces de
maderas, ni recodos de cicuta, ni ovejas que de pronto son cuchillos de ironías,
voy a ver si puedo daros una sencilla lección sobre el espíritu oculto de la
dolorida España.
El que está en la piel de toro extendida entre los Júcar, Guadalete, Sil o
Pisuerga (no quiero citar a los caudales junto a las ondas color melena de león
que agita el Plata), oye decir con medida frecuencia: "Esto tiene mucho duende".
Manuel Torres, gran artista del pueblo andaluz, decía a uno que cantaba: "Tú
tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfaras nunca, porque tú no tienes
duende".
En toda Andalucía, roca de Jaén y caracola de Cádiz, la gente habla
constantemente del duende y lo descubre en cuanto sale con instinto eficaz. El
maravilloso cantaor El Lebrijano, creador de la Debla, decía: "Los días que yo
canto con duende no hay quien pueda conmigo"; la vieja bailarina gitana La
Malena exclamó un día oyendo tocar a Brailowsky un fragmento de Bach: "¡Ole!
¡Eso tiene duende!", y estuvo aburrida con Gluck y con Brahms y con Darius
Milhaud. Y Manuel Torres, el hombre de mayor cultura en la sangre que he
conocido, dijo, escuchando al propio Falla su Nocturno del Generalife, esta
espléndida frase: "Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende". Y no hay
verdad más grande.
Estos sonidos negros son el misterio, las raíces que se clavan en el limo que
todos conocemos, que todos ignoramos, pero de donde nos llega lo que es
sustancial en el arte. Sonidos negros dijo el hombre popular de España y
coincidió con Goethe, que hace la definición del duende al hablar de Paganini,
diciendo: "Poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica".
Así, pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. Yo
he oído decir a un viejo maestro guitarrista: "El duende no está en la garganta;
el duende sube por dentro desde la planta de los pies". Es decir, no es cuestión
de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de
viejísima cultura, de creación en acto.
Este "poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica" es, en
suma, el espíritu de la sierra, el mismo duende que abrazó el corazón de
Nietzsche, que lo buscaba en sus formas exteriores sobre el puente Rialto o en
la música de Bizet, sin encontrarlo y sin saber que el duende que él perseguía
había saltado de los misteriosos griegos a las bailarinas de Cádiz o al
dionisíaco grito degollado de la siguiriya de Silverio.
Así, pues, no quiero que nadie confunda al duende con el demonio teológico de la
duda, al que Lutero, con un sentimiento báquico, le arrojó un frasco de tinta en
Nuremberg, ni con el diablo católico, destructor y poco inteligente, que se
disfraza de perra para entrar en los conventos, ni con el mono parlante que
lleva el truchimán de Cervantes, en la comedia de los celos y las selvas de
Andalucía.
No. El duende de que hablo, oscuro y estremecido, es descendiente de aquel
alegrísimo demonio de Sócrates, mármol y sal que lo arañó indignado el día en
que tomó la cicuta, y del otro melancólico demonillo de Descartes, pequeño como
almendra verde, que, harto de círculos y líneas, salió por los canales para oír
cantar a los marineros borrachos.
Todo hombre, todo artista llamará Nietzsche, cada escala que sube en la torre de
su perfección es a costa de la lucha que sostiene con un duende, no con un
ángel, como se ha dicho, ni con su musa. Es preciso hacer esa distinción
fundamental para la raíz de la obra.
El ángel guía y regala como San Rafael, defiende y evita como San Miguel, y
previene como San Gabriel.
El ángel deslumbra, pero vuela sobre la cabeza del hombre, está por encima,
derrama su gracia, y el hombre, sin ningún esfuerzo, realiza su obra o su
simpatía o su danza. El ángel del camino de Damasco y el que entró por las
rendijas del balconcillo de Asís, o el que sigue los pasos de Enrique Susson,
ordena y no hay modo de oponerse a sus luces, porque agita sus alas de acero en
el ambiente del predestinado.
La musa dicta, y, en algunas ocasiones, sopla. Puede relativamente poco, porque
ya está lejana y tan cansada (yo la he visto dos veces), que tuve que ponerle
medio corazón de mármol. Los poetas de musa oyen voces y no saben dónde, pero
son de la musa que los alienta y a veces se los merienda. Como en el caso de
Apollinaire, gran poeta destruido por la horrible musa con que lo pintó el
divino angélico Rousseau. La musa despierta la inteligencia, trae paisaje de
columnas y falso sabor de laureles, y la inteligencia es muchas veces la enemiga
de la poesía, porque imita demasiado, porque eleva al poeta en un bono de agudas
aristas y le hace olvidar que de pronto se lo pueden comer las hormigas o le
puede caer en la cabeza una gran langosta de arsénico, contra la cual no pueden
las musas que hay en los monóculos o en la rosa de tibia laca del pequeño salón.
Ángel y musa vienen de fuera; el ángel da luces y la musa da formas (Hesíodo
aprendió de ellas). Pan de oro o pliegue de túnicas, el poeta recibe normas en
su bosquecillo de laureles. En cambio, al duende hay que despertarlo en las
últimas habitaciones de la sangre.
Y rechazar al ángel y dar un puntapié a la musa, y perder el miedo a la
fragancia de violetas que exhale la poesía del siglo XVIII y al gran telescopio
en cuyos cristales se duerme la musa enferma de límites.
La verdadera lucha es con el duende.
Se saben los caminos para buscar a Dios, desde el modo bárbaro del eremita al
modo sutil del místico. Con una torre como Santa Teresa, o con tres caminos como
San Juan de la Cruz. Y aunque tengamos que clamar con voz de Isaías:
"Verdaderamente tú eres Dios escondido", al fin y al cabo Dios manda al que lo
busca sus primeras espinas de fuego.
Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Solo se sabe que quema la sangre
como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría
aprendida, que rompe los estilos, que hace que Goya, maestro en los grises, en
los platas y en los rosas de la mejor pintura inglesa, pinte con las rodillas y
los puños con horribles negros de betún; o que desnuda a Mosén Cinto Verdaguer
con el frío de los Pirineos, o lleva a Jorge Manrique a esperar a la muerte en
el páramo de Ocaña, o viste con un traje verde de saltimbanqui el cuerpo
delicado de Rimbaud, o pone ojos de pez muerto al conde Lautréamont en la
madrugada del boulevard.
Los grandes artistas del sur de España, gitanos o flamencos, ya canten, ya
bailen, ya toquen, saben que no es posible ninguna emoción sin la llegada del
duende. Ellos engañan a la gente y pueden dar sensación de duende sin haberlo,
como os engañan todos los días autores o pintores o modistas literarios sin
duende; pero basta fijarse un poco, y no dejarse llevar por la indiferencia,
para descubrir la trampa y hacerle huir con su burdo artificio.
Una vez, la "cantaora" andaluza Pastora Pavón, La Niña de los Peines, sombrío
genio hispánico, equivalente en capacidad de fantasía a Goya o a Rafael el
Gallo, cantaba en una tabernilla de Cádiz. Jugaba con su voz de sombra, con su
voz de estaño fundido, con su voz cubierta de musgo, y se la enredaba en la
cabellera o la mojaba en manzanilla o la perdía por unos jarales oscuros y
lejanísimos. Pero nada; era inútil. Los oyentes permanecían callados.
Allí estaba Ignacio Espeleta, hermoso como una tortuga romana, a quien
preguntaron una vez: "¿Cómo no trabajas?"; y él, con una sonrisa digna de
Argantonio, respondió: "¿Cómo voy a trabajar, si soy de Cádiz?"
Allí estaba Eloísa, la caliente aristócrata, ramera de Sevilla, descendiente
directa de Soledad Vargas, que en el treinta no se quiso casar con un Rothschild
porque no la igualaba en sangre. Allí estaban los Floridas, que la gente cree
carniceros, pero que en realidad son sacerdotes milenarios que siguen
sacrificando toros a Gerión, y en un ángulo, el imponente ganadero don Pablo
Murube, con aire de máscara cretense. Pastora Pavón terminó de cantar en medio
del silencio. Solo, y con sarcasmo, un hombre pequeñito, de esos hombrines
bailarines que salen, de pronto, de las botellas de aguardiente, dijo con voz
muy baja: "¡Viva París!", como diciendo: "Aquí no nos importan las facultades,
ni la técnica, ni la maestría. Nos importa otra cosa".
Entonces La Nina de los Peines se levantó como una loca, tronchada igual que una
llorona medieval, y se bebió de un trago un gran vaso de cazalla como fuego, y
se sentó a cantar sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada,
pero... con duende. Había logrado matar todo el andamiaje de la canción para
dejar paso a un duende furioso y abrasador, amigo de vientos cargados de arena,
que hacía que los oyentes se rasgaran los trajes casi con el mismo ritmo con que
se los rompen los negros antillanos del rito, apelotonados ante la imagen de
Santa Bárbara.
La Niña de los Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la estaba
oyendo gente exquisita que no pedía formas, sino tuétano de formas, música pura
con el cuerpo sucinto para poder mantenerse en el aire. Se tuvo que empobrecer
de facultades y de seguridades; es decir, tuvo que alejar a su musa y quedarse
desamparada, que su duende viniera y se dignara luchar a brazo partido. ¡Y cómo
cantó! Su voz ya no jugaba, su voz era un chorro de sangre digna por su dolor y
su sinceridad, y se abría como una mano de diez dedos por los pies clavados,
pero llenos de borrasca, de un Cristo de Juan de Juni.
La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas
sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inéditas, con una
calidad de rosa recién creada, de milagro, que llega a producir un entusiasmo
casi religioso.
En toda la música árabe, danza, canción o elegía, la llegada del duende es
saludada con enérgicos "¡Alá, Alá!", "¡Dios, Dios!", tan cerca del "¡Olé!" de
los toros, que quién sabe si será lo mismo; y en todos los cantos del sur de
España la aparición del duende es seguida por sinceros gritos de "¡Viva Dios!",
profundo, humano, tierno grito de una comunicación con Dios por medio de los
cinco sentidos, gracias al duende que agita la voz y el cuerpo de la bailarina,
evasión real y poética de este mundo, tan pura como la conseguida por el
rarísimo poeta del XVII Pedro Soto de Rojas a través de siete jardines o la de
Juan Calímaco por una temblorosa escala de llanto.
Naturalmente, cuando esa evasión está lograda, todos sienten sus efectos: el
iniciado, viendo cómo el estilo vence a una materia pobre, y el ignorante, en el
no sé qué de una autentica emoción. Hace años, en un concurso de baile de Jerez
de la Frontera se llevó el premio una vieja de ochenta años contra hermosas
mujeres y muchachas con la cintura de agua, por el solo hecho de levantar los
brazos, erguir la cabeza y dar un golpe con el pie sobre el tabladillo; pero en
la reunión de musas y de ángeles que había allí, bellezas de forma y bellezas de
sonrisa, tenía que ganar y ganó aquel duende moribundo que arrastraba por el
suelo sus alas de cuchillos oxidados.
Todas las artes son capaces de duende, pero donde encuentra más campo, como es
natural, es en la música, en la danza y en la poesía hablada, ya que estas
necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren de
modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto.
Muchas veces el duende del músico pasa al duende del intérprete y otras veces,
cuando el músico o el poeta no son tales, el duende del intérprete, y esto es
interesante, crea una nueva maravilla que tiene en la apariencia, nada más, la
forma primitiva. Tal el caso de la enduendada Eleonora Duse, que buscaba obras
fracasadas para hacerlas triunfar, gracias a lo que ella inventaba, o el caso de
Paganini, explicado por Goethe, que hacía oír melodías profundas de verdaderas
vulgaridades, o el caso de una deliciosa muchacha del Puerto de Santa María, a
quien yo le vi cantar y bailar el horroroso cuplé italiano O Mari!, con unos
ritmos, unos silencios y una intención que hacían de la pacotilla italiana una
aura serpiente de oro levantado. Lo que pasaba era que, efectivamente,
encontraban alguna cosa nueva que nada tenía que ver con lo anterior, que ponían
sangre viva y ciencia sobre cuerpos vacíos de expresión.
Todas las artes, y aun los países, tienen capacidad de duende, de ángel y de
musa; y así como Alemania tiene, con excepciones, musa, y la Italia tiene
permanentemente ángel, España está en todos tiempos movida por el duende, como
país de música y danza milenaria, donde el duende exprime limones de madrugada,
y como país de muerte, como país abierto a la muerte.
En todos los países la muerte es un fin. Llega y se corren las cortinas. En
España, no. En España se levantan. Muchas gentes viven allí entre muros hasta el
día en que mueren y los sacan al sol. Un muerto en España está más vivo como
muerto que en ningún sitio del mundo: hiere su perfil como el filo de una navaja
barbera. El chiste sobre la muerte y su contemplación silenciosa son familiares
a los españoles. Desde El sueño de las calaveras, de Quevedo, hasta el Obispo
podrido, de Valdés Leal, y desde la Marbella del siglo XVII, muerta de parto en
mitad del camino, que dice:
La sangre de
mis entrañas
cubriendo el caballo está.
Las patas de tu caballo
echan fuego de alquitrán...
al reciente mozo de Salamanca,
muerto por el toro, que clama:
Amigos, que yo
me muero;
amigos, yo estoy muy malo.
Tres pañuelos tengo dentro
y este que meto son cuatro...
hay una barandilla de flores de
salitre, donde se asoma un pueblo de contempladores de la muerte, con versículos
de Jeremías por el lado más áspero, o con ciprés fragante por el lado más
lírico; pero un país donde lo más importante de todo tiene un último valor
metálico de muerte.
La cuchilla y la rueda del carro, y la navaja y las barbas pinchonas de los
pastores, y la luna pelada, y la mosca, y las alacenas húmedas, y los derribos,
y los santos cubiertos de encaje, y la cal, y la línea hiriente de aleros y
miradores tienen en España diminutas hierbas de muerte, alusiones y voces
perceptibles para un espíritu alerta, que nos llama la memoria con el aire yerto
de nuestro propio tránsito. No es casualidad todo el arte español ligado con
nuestra sierra, lleno de cardos y piedras definitivas, no es un ejemplo aislado
la lamentación de Pleberio o las danzas del maestro Josef María de Valdivieso,
no es un azar el que de toda la balada europea se destaque esta amada española:
—Si tú eres mi
linda amiga,
¿cómo no me miras, di?
—Ojos con que te miraba
a la sombra se los di
—Si tú eres mi linda amiga,
¿cómo no me besas, di?
—Labios con que te besaba
a la sierra se los di.
—Si tú eres mi linda amiga,
¿cómo no me abrazas, di?
—Brazos con que te abrazaba
de gusanos los cubrí.
Ni es extraño que en los albores de
nuestra lírica suene esta canción:
Dentro del
vergel
moriré
dentro del rosal
matar me han.
Yo me iba, mi madre,
las rosas a coger,
hallara la muerte
dentro del vergel.
Yo me iba, madre,
las rosas a cortar,
hallara la muerte
dentro del rosal.
Dentro del vergel
moriré,
dentro del rosal
matar me han.
Las cabezas heladas por la luna que
pintó Zurbarán, el amarillo manteca con el amarillo relámpago del Greco, el
relato del padre Sigüenza, la obra íntegra de Goya, el ábside de la iglesia de
El Escorial, toda la escultura policromada, la cripta de la casa ducal de Osuna,
la muerte con la guitarra de la capilla de los Benaventes en Medina de Rioseco,
equivalen a lo culto en las romerías de San Andrés de Teixido, donde los muertos
llevan sitio en la procesión, a los cantos de difuntos que cantan las mujeres de
Asturias con faroles llenos de llamas en la noche de noviembre, al canto y danza
de la sibila en las catedrales de Mallorca y Toledo, al oscuro In Recort
tortosino y a los innumerables ritos del Viernes Santo, que con la cultísima
fiesta de los toros forman el triunfo popular de la muerte española. En el
mundo, solamente Méjico puede cogerse de la mano con mi país.
Cuando la musa ve llegar a la muerte cierra la puerta o levanta un plinto o
pasea una urna y escribe un epitafio con mano de cera, pero en seguida vuelve a
rasgar su laurel con un silencio que vacila entre dos brisas. Bajo el arco
truncado de la oda, ella junta con sentido fúnebre las flores exactas que
pintaron los italianos del xv y llama al seguro gallo de Lucrecio para que
espante sombras imprevistas.
Cuando ve llegar a la muerte, el ángel vuela en círculos lentos y teje con
lágrimas de hielo y narciso la elegía que hemos visto temblar en las manos de
Keats, y en las de Villasandino, y en las de Herrera, y en las de Bécquer y en
las de Juan Ramón Jiménez. Pero ¡qué horror el del ángel si siente una arena,
por diminuta que sea, sobre su tierno pie rosado!
En cambio, el duende no llega si no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha
de rondar su casa, si no tiene seguridad de que ha de mecer esas ramas que todos
llevamos y que no tienen, que no tendrán consuelo.
Con idea, con sonido o con gesto, el duende gusta de los bordes del pozo en
franca lucha con el creador. Ángel y musa se escapan con violín o compás, y el
duende hiere, y en la curación de esta herida, que no se cierra nunca, está lo
insólito, lo inventado de la obra de un hombre.
La virtud mágica del poema consiste en estar siempre enduendado para bautizar
con agua oscura a todos los que lo miran, porque con duende es más fácil amar,
comprender, y es seguro ser amado, ser comprendido, y esta lucha por la
expresión y por la comunicación de la expresión adquiere a veces, en poesía,
caracteres mortales.
Recordad el caso de la flamenquísima y enduendada Santa Teresa, flamenca no por
atar un toro furioso y darle tres pases magníficos, que lo hizo; no por presumir
de guapa delante de fray Juan de la Miseria ni por darle una bofetada al Nuncio
de Su Santidad, sino por ser una de las pocas criaturas cuyo duende (no cuyo
ángel, porque el ángel no ataca nunca) la traspasa con un dardo, queriendo
matarla por haberle quitado su último secreto, el puente sutil que une los cinco
sentidos con ese centro en carne viva, en nube viva, en mar viva, del Amor
libertado del Tiempo.
Valentísima vencedora del duende, y caso contrario al de Felipe de Austria, que,
ansiando buscar musa y ángel en la teología, se vio aprisionado por el duende de
los ardores fríos en esa obra de El Escorial, donde la geometría limita con el
sueño y donde el duende se pone careta de musa para eterno castigo del gran rey.
Hemos dicho que el duende ama el borde, la herida, y se acerca a los sitios
donde las formas se funden en un anhelo superior a sus expresiones visibles.
En España (como en los pueblos de Oriente, donde la danza es expresión
religiosa) tiene el duende un campo sin límites sobre los cuerpos de las
bailarinas de Cádiz, elogiadas por Marcial, sobre los pechos de los que cantan,
elogiados por Juvenal, y en toda la liturgia de los toros, auténtico drama
religioso donde, de la misma manera que en la misa, se adore y se sacrifica a un
Dios.
Parece como si todo el duende del mundo clásico se agolpara en esta fiesta
perfecta, exponente de la cultura y de la gran sensibilidad de un pueblo que
descubre en el hombre sus mejores iras, sus mejores bilis y su mejor llanto. Ni
en el baile español ni en los toros se divierte nadie; el duende se encarga de
hacer sufrir por medio del drama, sobre formas vivas, y prepara las escaleras
para una evasión de la realidad que circunda.
El duende opera sobre el cuerpo de la bailarina como el aire sobre la arena.
Convierte con mágico poder una muchacha en paralítica de la luna, o llena de
rubores adolescentes a un viejo roto que pide limosna por las tiendas de vino,
da con una cabellera olor de puerto nocturno, y en todo momento opera sobre los
brazos con expresiones que son madres de la danza de todos los tiempos.
Pero imposible repetirse nunca, esto es muy interesante de subrayar. El duende
no se repite, como no se repiten las formas del mar en la borrasca.
En los toros adquiere sus acentos más impresionantes, porque tiene que luchar,
por un lado, con la muerte, que puede destruirlo, y por otro lado, con la
geometría, con la medida, base fundamental de la fiesta.
El toro tiene su órbita; el torero, la suya, y entre órbita y órbita un punto de
peligro donde está el vértice del terrible juego.
Se puede tener musa con la muleta y ángel con las banderillas y pasar por buen
torero, pero en la faena de capa, con el toro limpio todavía de heridas, y en el
momento de matar, se necesita la ayuda del duende para dar en el clavo de la
verdad artística.
El torero que asusta al público en la plaza con su temeridad no torea, sino que
está en ese plano ridículo, al alcance de cualquier hombre, de jugarse la vida;
en cambio, el torero mordido por el duende da una lección de música pitagórica y
hace olvidar que tira constantemente el corazón sobre los cuernos.
Lagartijo con su duende romano, Joselito con su duende judío, Belmonte con su
duende barroco y Cagancho con su duende gitano, enseñan, desde el crepúsculo del
anillo, a poetas, pintores y músicos, cuatro grandes caminos de la tradición
española.
España es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la
muerte toca largos clarines a la llegada de las primaveras, y su arte está
siempre regido por un duende agudo que le ha dado su diferencia y su calidad de
invención.
El duende que llena de sangre, por vez primera en la escultura, las mejillas de
los santos del maestro Mateo de Compostela, es el mismo que hace gemir a San
Juan de la Cruz o quema ninfas desnudas por los sonetos religiosos de Lope.
El duende que levanta la torre de Sahagún o trabaja calientes ladrillos en
Calatayud o Teruel es el mismo que rompe las nubes del Greco y echa a rodar a
puntapiés alguaciles de Quevedo y quimeras de Goya.
Cuando llueve saca a Velázquez enduendado, en secreto, detrás de sus grises
monárquicos; cuando nieva hace salir a Herrera desnudo para demostrar que el
frío no mata; cuando arde, mete en sus llamas a Berruguete y le hace inventar un
nuevo espacio para la escultura.
La musa de Góngora y el ángel de Garcilaso han de soltar la guirnalda de laurel
cuando pasa el duende de San Juan de la Cruz, cuando
El ciervo
vulnerado
por el otero asoma.
La musa de Gonzalo de Berceo y el
ángel del Arcipreste de Hita se han de apartar para dejar paso a Jorge Manrique
cuando llega herido de muerte a las puertas del castillo de Belmonte. La musa de
Gregorio Hernández y el ángel de José de Mora han de alejarse para que cruce el
duende que llora lágrimas de sangre de Mena y el duende con cabeza de toro
asirio de Martínez Montañés, como la melancólica musa de Cataluña y el ángel
mojado de Galicia han de mirar, con amoroso asombro, al duende de Castilla, tan
lejos del pan caliente y de la dulcísima vaca que pasta con normas de cielo
barrido y sierra seca.
Duende de Quevedo y duende de Cervantes, con verdes anémonas de fósforo el uno,
y flores de yeso de Ruidera el otro, coronan el retablo del duende de España.
Cada arte tiene, como es natural, un duende de modo y forma distinta, pero todos
unen raíces en un punto de donde manan los sonidos negros de Manuel Torres,
materia última y fondo común incontrolable y estremecido de leño, son, tela y
vocablo.
Sonidos negros detrás de los cuales están ya en tierna intimidad los volcanes,
las hormigas, los céfiros y la gran noche apretándose la cintura con la Vía
láctea.
Señoras y señores: He levantado tres arcos y con mano torpe he puesto en ellos a
la musa, al ángel y al duende.
La musa permanece quieta; puede tener la túnica de pequeños pliegues o los ojos
de vaca que miran en Pompeya a la narizota de cuatro caras con que su gran amigo
Picasso la ha pintado. El ángel puede agitar cabellos de Antonello de Mesina,
túnica de Lippi y violín de Massolino o de Rousseau.
El duende... ¿Dónde está el duende? Por el arco vacío entra un aire mental que
sopla con insistencia sobre las cabezas de los muertos, en busca de nuevos
paisajes y acentos ignorados: un aire con olor de saliva de niño, de hierba
machacada y velo de medusa que anuncia el constante bautizo de las cosas recién
creadas.
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